CELESTE Y BLANCO, AMOR Y DRAMA
A Argentina vine por amor; ahora tengo un revólver. El instinto de conservación decidirá sobre el gatillo.
No quiero matar, pero lo justificaría si la amenaza me presiona la vida. Y la vida no es sólo mía, ahora somos dos en ella.
Es la una y media de la tarde y acaban de llamar al teléfono del portero electrónico. Tras la línea, una voz infantil me ha pedido algo para comer. No le he dado explicaciones ni la he dejado terminar de hablar. He dicho que no tengo nada y he colgado.
¿Cómo puedo llegar a ser tan despiadado?
Recién llegado me hubiera sido imposible creer propia de mí una actitud así, pero las reacciones me están sobrepasando.
Tu corazón es libre, ten valor para hacerle caso.
Malcolm Wallace, en Braveheart
Mi Princesa
El pasado 15 de febrero de 2004, a las tres menos cuarto de la tarde, rotulé en un cuaderno de pasta dura color celeste: ARGENTINA. Sentado en el suelo, en la segunda planta de la North Terminal del aeropuerto de Gatswick (Londres), empecé a escribir las primeras notas para esta nueva historia.
Despegué desde la que ya hace tiempo siento como mi casa, Edimburgo, a las nueve menos diez de la mañana. A eso de las diez estaba en Londres, y debía esperar hasta las seis menos veinte de la tarde para subir al avión que me llevaría hacia mi Princesa, como me gusta llamarla. Reconozco que este apelativo no es muy original, quizá tópico y cursi, pero considero los tópicos siempre bien empleados si sirven para unir, para dar fuerza y felicidad, y, sobre todo, si son honestos y se sienten como propios. Clara es mi Princesa, y yo me esmero en ser su Príncipe. Somos los reyes del Palacio de Nuestro Amor. Un Amor que antes soñé, y que hoy vivo.
Íbamos al encuentro el uno del otro. Clara hacía el viaje por carretera, dirigiéndose en un microbús desde su Rosario natal hacia Buenos Aires, atravesando ese espacio de la noche argentina con el alma cargada de la apasionada energía que nos atrajo y atrae a los dos. Dos seres que se aman y que en la distancia de sus cuerpos se llaman, necesitan y buscan para complementarse.
Aquellas siete horas y pico de espera, hasta subir al avión que me llevaría a nuestro encuentro en Buenos Aires, me estaban resultando eternas. En un instante consideré la posibilidad de acortarlas dando un paseo por Londres. Pero Gatwick no está cerca de la capital, y esas vueltas de reloj no dan para mucho, para casi nada en el caso de una ciudad como ésta. Además, yo estaba más allá: con ella. ¡Qué me importaba Londres! Esa precipitada excursión quizá tendría sentido con Clara, pensé. Así que decidí quedarme en el aeropuerto y buscar el lugar de embarque y la mejor forma de gastar el tiempo hasta subir al avión.
Una vez hallado en la Terminal Norte, desde donde salía mi vuelo, decidí, aunque sin hambre, comer algo no muy pesado. Después de andar un rato a la búsqueda, opté por lo más fácil y entré en la simplicidad de McDonalds. Tras esto quise verme en algún sitio con algo de magia, para fumar un cigarro, relajarme, reflexionar, quizás escribir algunas palabras… hacer más cercana la espera, pero volví a entender que el sentimiento de anonimato y fugacidad que siempre me produce estar en un aeropuerto no es buen lugar para estos menesteres.
Di unos paseos dejando rodar mis pensamientos junto a la carretilla dónde transportaba la mochila, y luego busqué el aseo. Al salir de éste, pensé en tomar un té en la que me pareció la única cafetería decente de la terminal.
Quizá pueda pensarse que eso del aseo no viene mucho a la historia. Pero quiero traerlo aquí tanto por el positivo resultado con que concluyó el suceso, como por la optimista suposición a la que me llevó. El caso es que, entre la tensión y mis problemas de visión, estuve a punto de perder mi documentación, y con esto probablemente el vuelo. Ya anteriormente, cuando me dirigía a la North Terminal, no advertí que la mochila se me había caído de la carretilla, justo al salir de una de las cintas transportadoras que corren por los pasillos del aeropuerto; un tipo fue quién me avisó. Y en esta ocasión, justo cuando me iba a sentar para tomar el té, sentí que había perdido el pequeño bolso-bandolera que, entre otras cosas, contenía el imprescindible pasaporte. Cuando noté que no estaba pegado a mi cadera derecha me alarmé, pensando cosas que no quería creer posibles. Instintivamente salí de nuevo disparado hacia el aseo y, a un par de metros de su puerta, un tipo alto, con barba gris, espesa y prolija, que me dio la impresión le dibujaba un carácter serio y noble, buscaba parado y con los ojos perdidos entre los viajeros alguien a quien entregarle el bolso. Con un cuidado inglés me dijo que no sabía qué hacer con él. Se lo agradecí profundamente, tomé el bolso apreciando su valor y, sonriéndole, resoplé la angustia. Entonces regresé a la cafetería, y entre el aroma y calor del té con leche quise convencerme de que mi vida andaba tocada por una varita mágica, que mi camino estaba marcado en buena ruta, en la mejor ruta.
Pasé algo así como hora y media en la cafetería. Lié un par de cigarrillos, miré las caras de los otros clientes, la prisa y el ajetreo de los camareros… Y salí para no estar sin consumir, ocupando el lugar de otro que ya esperaba para sentarse.
Después subí a la segunda planta, para localizar la puerta de mi embarque. Una vez encontrada, busqué un sitio tranquilo y cercano para esperar hasta la salida de mi vuelo.
Después de dar algunas vueltas sin encontrar un sitio que me apeteciese, sintiendo ya la en mi de sobra conocida necesidad de escribir, terminé acomodándome en el suelo, junto a los ascensores.
Mi espalda apoyada en la pared, el codo izquierdo descansando y controlando la carretilla que transportaba la mochila, las piernas cruzadas formando una cesta, y mis sentimientos fluyendo sobre el papel:
Vuelo hacia mi amor a las 17.40. Estoy atraído por el magnetismo de un cuerpo y alma de mujer. Mi mujer. Mi niña. Mi Princesa.
No me siento cansado, y eso que anoche tan sólo pude dormir poco más de tres horas. Siempre quiero viajar descansado y relajado, pero pocas veces lo consigo, y menos en los viajes importantes, y éste lo es; es muy importante. Es curioso cómo uno siempre piensa que su viaje es el más importante, incluso que ese día es como si sólo él fuese a viajar, y cuando llega al lugar hay cientos de personas viajando, y cada cual creyendo que lo suyo es importante.
Atrás dejo la ciudad que me ha ofrecido paz, esperanza y dedicarme a lo que me gusta y necesito… libertad. No me importa. El egoísmo desapareció, el amor le ganó la partida. La vida es una aventura, y sea cual sea escribiré de ella. Y algo me dice que ésta está siendo la aventura MÁS importante de mi vida.
Tengo necesidad de abrazar su tibieza, regocijarme con la ternura de su sonrisa, hallarme en la profundidad de su mirar, escuchar su canto argentino con palabras de mujer... Buscar nuevas maneras de hacerle el amor. Hacerla sentir, y que en su mujer encuentre el hombre que siempre quiso. Seguir construyendo el arte de amar.
Hace ya casi un año que abandoné la libertad de mi soledad y la cambié por la libertad que me da su amor. ¿O es acaso esto una cárcel tentadora, irresistible, inconsciente y deseada? La cárcel de su amor me dio la libertad.
¿Soy libre de elegir o estoy arrastrado por fuerzas externas? El caso es que ahora siento que Clara da un más amplio sentido a mi libertad, porque ahora somos dos en su espacio, y una dirección a la que llegar: el amor.
Mi vida ha cambiado para siempre. Y siempre lo quise, aunque no creí realmente posible que pudiese ocurrir. Lo soñé, llamé y deseé demasiadas veces, tantas que se vino a la realidad.
Tengo mucho que ofrecer. Mucha miseria acumulada que desenterrar para llenarme de mujer.
Te amo. Te quiero. Te necesito.
23 July, 2008
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