Está todos los días, la encuentro a la derecha, justo al abrir la puerta de salida a la calle; de pie, casi inmóvil, ligeramente apoyada en la pared junto a la cristalera de la panadería. Parada en el mismo sitio desde el día en que llegué, con una bolsita blanca de plástico colgada del brazo derecho, las manos cruzadas, escondidas en las mangas del pulóver. Pacientemente parece esperar a alguien, en cierta manera lo hace. Pasa casi inadvertida, pero todos en el barrio la conocen. En el mismo sitio desde hace años. Nunca supe qué hacía, cuál era su intención. La saludaba, me devolvía el saludo con su tímida y apagada voz, yo entraba o salía, ella quedaba, y cada cual seguía con su historia. Ayer me habló algo más:”está nublado, se está por largar a llover”, y luego me ofreció palitos para la ropa. Acepté la oferta por compasión, sin siquiera saber de qué se trataba, y por dos pesos me vendió un paquete de pinzas para tender la ropa. No sé su nombre, supongo que ella tampoco el mío, a no ser que alguien en el barrio se lo haya dicho; aquí todos saben de todos. No creo que se eleve más de metro y medio del suelo en su avejentado cuerpecito. La tez de su blanco rostro me parece tiernamente arrugada. Es invierno y lleva un blanco gorrito de lana ceñido hasta casi las cejas. Unas gafas redondas, con montura de pasta blanca, muestran tras sus cristales unos humildes ojillos, que le dejan ver el paso de las horas decadentes. Conserva una humildísima prestancia en su estar de anciana. Hoy, tras saludarla al entrar, me ha dicho que unos tobas le robaron los palitos y la plata. Poco pude responderle más que intentar acercarme a su pesar.
Cada mañana, Carla lleva a sus cuatro pequeños al colegio para que aprendan a leer y escribir, y si es posible tengan estudios. Tras dejarlos sale con el carrito a cirujeá. Busca y vende chapa, botellas de vidrio, papel y cartón. Veinte centavos le pagan por el kilo de papel, en un país donde la inflación se ha disparado y un litro de la leche más económica cuesta un peso y treinta centavos. Carla vive en un pequeño rancho de chapa en la villa. Hubo un tiempo en que esperaba una casita en herencia de su abuela, pero un primo más vivo que ella llegó a ocuparla antes. Carla dice que sus chicos no son para vivir en la villa, que los quiere sacar de ahí, que no quiere acaben como ella.
Todos los lunes a la tarde, desde hace cinco meses, Carla lleva a sus hijos al dispensario de Santa Fe al 5100 para que les arreglen la dentadura. Ella también quiere arreglársela, pero lo suyo llevará más tiempo y plata, y los hijos son lo primero. Hay lunes que se acercan en que no tiene ni para el colectivo, pero como puede se las rebusca para conseguir la plata y poder llevarlos.
Hoy estaba ilusionada y contenta, cuenta que le han ofrecido trabajo para cuidar una casa de campo en Carcarañá, pero que tendrá que dejar a los niños a cargo de la madre. Carla tiene veintinueve años, y la sencillez que otorga la dureza del vivir marcada en un espíritu que quiere conservar la esperanza y fuerza de la juventud.
Hay un vendedor de limones a la salida del supermercado. Un peso la bolsa de seis. Me pregunto qué es lo que lo habrá llevado a vender este cítrico, cuánto sacará con la venta, si tendrá suficiente para vivir... las preguntas de siempre.
El otro día, vi a un pibe pasar por la calle llevando una bicicleta repleta de escobas y cepillos de repuesto. No sé cómo le es posible pedalear, de hecho no lo vi hacerlo, quizá la bicicleta sea tan sólo el medio para transportar la mercancía.
Los días en que Ele y yo salimos a pasear, encontramos a nuestro paso por la vereda pequeños puestos ambulantes de venta de calculadoras, relojes… “Medias sin olor”, me hace gracia leer, descuidadamente escrito con trazo grueso y blanco en un panel de madera, en el lateral de un tenderete que regenta un hombre de mediana edad con el pelo negro rizado y el rostro moreno, curtido por la vida. Vende remeras, pantalones de jogging de marca trucha, calcetines,…
Aquí, en Rosario, aún no he visto, pero en Buenos Aires es frecuente ver al paseador de perros, personas que se dedican a sacar a pasear los cánidos de aquellos que lo requieren. El chico camina apresuradamente llevando cinco, seis, siete o más perros atados (aunque da la impresión de que los perros lo llevan a él tirando de las correas); me pregunto cómo hace para controlar y mantener el orden entre los animales.
Y hay remiseros, levantadores de quinielas, electricistas que algunos contratan para trucar los contadores de luz y esquivar la impagable factura de fin de mes,… Y piqueteros y desempleados que se agarran al plan jefes y jefas de hogar como a un suspiro… Y cada cual se las rebusca como puede para sobrevivir en este pueblo de tango herido, como he venido a llamar.
Estas y muchas otras formas de rebuscársela, que aún me han pasado desapercibidas y que ya existían antes de la crisis, pero que se han dimensionado desde entonces. Según el INDEC (Instituto Nacional de Estadística de la República Argentina) el país tiene ahora la peor distribución de riqueza de los últimos treinta años, y el 47´8 % de la población vive por debajo de la línea de pobreza. La mayoría de ellos pertenecieron históricamente a la clase media y se arruinaron con la convertibilidad. Hay doce millones de personas viviendo en estos límites, trabajando en relación de dependencia o por su cuenta, los otros siete millones que completan el dramático porcentaje son jubilados o pensionados.
El 10 % más rico de la población gana treinta y una veces más que el 10 % más pobre.
Y ahora escucho aquel tango en que Eladia Blázquez reflejaba el fraude sufrido por los argentinos bajo el gobierno de Menem: “En el medio de este mambo y el delirio más profundo, el cartel de Primer Mundo nos vinieron a colgar. Y me duele que sea cierto, con dolor del más profundo, porque si esto es primer mundo, ese mundo dónde está. Si parece la utopía de un mamao. Voy a hacértela bien corta, se afanaron con la torta el honor y la verdad.”
14 October, 2007
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment