Victorio espera sentado con Celia a su lado, una perra husky siberiano que me mira con ojos nobles pero orejas atentas. La puerta de su vivienda se divisa abierta al fondo de un largo pasillo de unos dos metros de anchura, al que se accede tras una cancela con portero electrónico que da a la transitada calle Mendoza. Me encamino hacia la vivienda recorriendo el largo pasillo abierto al cielo azul; a mi derecha voy dejando las puertas de entrada a las casas, con una separación de unos diez metros entre ellas y el sol pegándoles de soslayo. El muro de la izquierda aparece recio, coloreado entre un gris húmedo y un anaranjado de pinturas añejas ya descoloridas, está adornado por plantas que caen de los travesaños y macetas alineadas en el suelo junto a la pared. Las viviendas contienen más de ochenta años de historia desde que fueron levantadas por primera vez. Momentos de esperanza, desesperanza y miedo, me da la sensación de leer en ellas. Historias de un pueblo argentino que aún se mantiene con estoicismo ante las desavenencias de los tiempos que corrieron y corren por él. Una plegada mesa de camping hace de valla a la puerta del departamento cinco para que su compañera no se escape y meta en las puertas vecinas. “Esta casa era de un turco antes de que la compraran mis suegros. Tenía un negocio enfrente, en lo que ahora es el Banco de Santa Fe. Lo vendió todo y se marchó a qué sé yo.”
Hace pocos días que salí del invierno de Edimburgo, volé más de catorce mil kilómetros y ahora me hallo de lleno envuelto en la estación opuesta. La sensación térmica es de 28 grados centígrados y la humedad relativa del 47 por cien, dice la televisión en la casa. Siento la piel sudorosa, y la ropa pegada al cuerpo. Me parece como si el trópico de Capricornio no estuviese muy lejos, pero los atlas han definido esta zona del litoral como “de clima templado húmedo”, lugar en que los vapores del Paraná impregnan todo.
Victorio espera a que lleguen los de OCA –uno de los dos servicios de correo argentino-, mientras ojea el diario La Capital. Vive en el barrio Echesortu –a unas veinticinco cuadras del centro-, en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe. Zona de clase media-trabajadora levantada por inmigrantes italianos y españoles a principios del siglo pasado.
“País de miércoles. Si será posible. El pasaporte italiano me llegó en quince días y estos hijos de la remilputa… No valen pa´nada.”
Si no me hubiese dicho que era de descendencia italiana quizá no hubiese relacionado sus gestos y mirada con algún personaje de la novela de Mario Puzo, pero ahora no puedo evitar hacerlo.
- ¿Qué prisa tiene? –le pregunto.
- Lo vendí todo. Estoy esperando el pasaporte argentino, y ahora me estoy gastando la plata. Estoy to el dia al pedo. ¿Vos podes creer? No valen pa´ nada.
Lleva treinta y cinco días esperando un trámite que no tendría por qué tardar más de dos, pero me dice que en la policía le dijeron que no hay suficiente papel. Su familia comenzó a marcharse a Palma de Mallorca hace un año. Él se resistía e intentaba sacar de nuevo a flote la empresa que perdió. “Antes vivíamos bien; teníamos tres autos, una casa quinta con pileta y todo… todo se fue al carajo”, me dice con su habla argentina que creo mezcla entre la tonalidad del hablar italiano y el idioma español.
Victorio es uno de los miles de argentinos que espera un pasaporte para huir a España. Su mujer lo hizo hace un año, y su hijo hace un mes. Meterse en la aventura de buscar algo mejor con sus setenta años a la espalda le parecía una boludez. Jamás se le hubiese ocurrido una idea semejante, pero las cosas se han precipitado en su vida, en un país dónde la desesperanza se apodera del pueblo, y ahora decide seguir a su familia y buscar algo mejor para el resto de sus días, para curarse de caídas y heridas pasadas en la madre patria. “Y cuando me venga ese dichoso pasaporte chau, ya no vuelvo nunca más.”
El devenir de la historia juega pasadas más que curiosas. Los españoles e italianos moldearon el país. Sus hijos y nietos lo vieron convertirse en potencia mundial. En tiempos de mi abuelo Argentina mandaba víveres a una España que andaba azotada por el fraticidio y el hambre. Ahora a España le toca devolver la jugada a este pueblo de tango herido. ¿Pero es España lo que los argentinos esperan? La paradoja salta en mi mente cuando pienso en la cantidad de jóvenes españoles que andan buscando un empleo digno, la plataforma de parados mayores de cuarenta años, las pensiones… Pero estos hermanos del cono sur están dispuestos a buscarse la vida de lo que sea y como sea más allá del Atlántico, en lo que ellos llaman con admiración Europa. “La hierba siempre es más verde al otro lado del muro”, dice un refrán anglosajón. “Y algún laburo voy a encontrar”, dice Victorio elevando la vista al cielo.
“En este país tenemos de todo: fruta, verdura, carne…Mucha tierra fértil. ¿Y dónde está la plata? Ahhhh. No hay nada que hacer. Los políticos son unos chorros, son lo peor que hay.” “¿Escuchó el tango? El que no llora no mama, el que no afana es un gil. Y dale no más. Y dale que va. Esto es precisamente Argentina.”
Y entonces callo y pienso en que eso me suena a conocido entre las gentes de mi propio país, ese país al que ellos van buscando oxígeno. Y no sé qué decir. Me hace sonreír con su canto argentino, el tono de su hablar, el lunfardo que le sale y que me cuesta entender sino fuese por el sentimiento que contagian sus palabras. Cambalache, siglo XX, problemático y febril… Y hace algún tiempo que estamos en el XXI. ¿Qué tango para esta nueva era?
Hace pocos días que salí del invierno de Edimburgo, volé más de catorce mil kilómetros y ahora me hallo de lleno envuelto en la estación opuesta. La sensación térmica es de 28 grados centígrados y la humedad relativa del 47 por cien, dice la televisión en la casa. Siento la piel sudorosa, y la ropa pegada al cuerpo. Me parece como si el trópico de Capricornio no estuviese muy lejos, pero los atlas han definido esta zona del litoral como “de clima templado húmedo”, lugar en que los vapores del Paraná impregnan todo.
Victorio espera a que lleguen los de OCA –uno de los dos servicios de correo argentino-, mientras ojea el diario La Capital. Vive en el barrio Echesortu –a unas veinticinco cuadras del centro-, en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe. Zona de clase media-trabajadora levantada por inmigrantes italianos y españoles a principios del siglo pasado.
“País de miércoles. Si será posible. El pasaporte italiano me llegó en quince días y estos hijos de la remilputa… No valen pa´nada.”
Si no me hubiese dicho que era de descendencia italiana quizá no hubiese relacionado sus gestos y mirada con algún personaje de la novela de Mario Puzo, pero ahora no puedo evitar hacerlo.
- ¿Qué prisa tiene? –le pregunto.
- Lo vendí todo. Estoy esperando el pasaporte argentino, y ahora me estoy gastando la plata. Estoy to el dia al pedo. ¿Vos podes creer? No valen pa´ nada.
Lleva treinta y cinco días esperando un trámite que no tendría por qué tardar más de dos, pero me dice que en la policía le dijeron que no hay suficiente papel. Su familia comenzó a marcharse a Palma de Mallorca hace un año. Él se resistía e intentaba sacar de nuevo a flote la empresa que perdió. “Antes vivíamos bien; teníamos tres autos, una casa quinta con pileta y todo… todo se fue al carajo”, me dice con su habla argentina que creo mezcla entre la tonalidad del hablar italiano y el idioma español.
Victorio es uno de los miles de argentinos que espera un pasaporte para huir a España. Su mujer lo hizo hace un año, y su hijo hace un mes. Meterse en la aventura de buscar algo mejor con sus setenta años a la espalda le parecía una boludez. Jamás se le hubiese ocurrido una idea semejante, pero las cosas se han precipitado en su vida, en un país dónde la desesperanza se apodera del pueblo, y ahora decide seguir a su familia y buscar algo mejor para el resto de sus días, para curarse de caídas y heridas pasadas en la madre patria. “Y cuando me venga ese dichoso pasaporte chau, ya no vuelvo nunca más.”
El devenir de la historia juega pasadas más que curiosas. Los españoles e italianos moldearon el país. Sus hijos y nietos lo vieron convertirse en potencia mundial. En tiempos de mi abuelo Argentina mandaba víveres a una España que andaba azotada por el fraticidio y el hambre. Ahora a España le toca devolver la jugada a este pueblo de tango herido. ¿Pero es España lo que los argentinos esperan? La paradoja salta en mi mente cuando pienso en la cantidad de jóvenes españoles que andan buscando un empleo digno, la plataforma de parados mayores de cuarenta años, las pensiones… Pero estos hermanos del cono sur están dispuestos a buscarse la vida de lo que sea y como sea más allá del Atlántico, en lo que ellos llaman con admiración Europa. “La hierba siempre es más verde al otro lado del muro”, dice un refrán anglosajón. “Y algún laburo voy a encontrar”, dice Victorio elevando la vista al cielo.
“En este país tenemos de todo: fruta, verdura, carne…Mucha tierra fértil. ¿Y dónde está la plata? Ahhhh. No hay nada que hacer. Los políticos son unos chorros, son lo peor que hay.” “¿Escuchó el tango? El que no llora no mama, el que no afana es un gil. Y dale no más. Y dale que va. Esto es precisamente Argentina.”
Y entonces callo y pienso en que eso me suena a conocido entre las gentes de mi propio país, ese país al que ellos van buscando oxígeno. Y no sé qué decir. Me hace sonreír con su canto argentino, el tono de su hablar, el lunfardo que le sale y que me cuesta entender sino fuese por el sentimiento que contagian sus palabras. Cambalache, siglo XX, problemático y febril… Y hace algún tiempo que estamos en el XXI. ¿Qué tango para esta nueva era?
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