Roberto era un tipo peculiar, el tipo más peculiar que jamás he conocido y que jamás conoceré. Pasaba completamente inadvertido por su entorno. Nadie se fijaba en él, y creo que tan sólo yo lo hacía.
Nadie conocía su nombre, ni yo mismo. Lo llamaba Roberto como lo podría haber llamado Pedro, Juan, Antonio, José... o de cualquier otra manera.
Roberto no era feo, ni guapo, ni alto, ni bajo, ni gordo ni flaco… Roberto era completa y absurdamente vulgar, anodino quizá. Y esto me llamaba la atención. Esto lo hacía diferente para mí.
Quise hablar con él en numerosas ocasiones. Me acercaba e intentaba preguntarle algo: su nombre, qué hacía allí, dónde vivía... Pero siempre me ignoraba.
No sólo me ignoraba a mí, creo que también al resto de la humanidad. Pienso que le gustaba ignorar a todo el mundo. O que esta era su verdadera forma de ser, que él en sí mismo era la más absoluta y vacía ignorancia.
No sé para qué vivía, ni acaso si se lo cuestionaba. Seguro que no se preguntaba cosas tan estúpidas. Seguro, porque él era la estupidez, la más honda idiotez.
Ni tan siquiera estas mismas palabras podrían aclararme en algo cómo era Roberto.
"Ro", como algunas veces lo llamaba, no sabía hablar; o al menos no hablaba con palabras o sonidos como hablamos los humanos. Tampoco sabía si me escuchaba, si escuchaba algo o a alguien. "Es una pena", pensaba. “A veces es bueno hablar, decir algo”, creía yo. “Sino habla, seguro que tampoco llora, ni ríe, ni canta, ni grita...”
"Es una pena", pensaba una y otra vez. “Un tipo como él seguro que puede decir mucho con esa misma forma de no decir nada”.
Roberto no sentía ni padecía, o sentía y padecía de una forma diferente a cualquier otra forma de sentir y padecer.
Roberto me sacaba de quicio muchas veces. Intentaba que me escuchase, intentaba que me hablase. Trataba de buscarlo a gritos para que me explicase el porqué de su actitud, trataba de averiguar dónde estaba, dónde vivía… Y nunca, cuando yo quería, lo encontraba.
El muy cabrón aparecía cuando menos me lo esperaba.
A veces me pasaba semanas y semanas buscándolo, y bastaba que lo hiciese para que no se mostrase. Creo que esto era lo mejor que sabía hacer: anularse, esfumarse por completo.
El día que menos esperaba aparecía un rato, me miraba desde afuera, como se mira algo que te interesa y desinteresa a la vez, y, al poco, desaparecía otra vez. Nunca sabía cuándo lo iba a ver, ni acaso si lo iba a volver a ver. Tampoco sabía cuánto tiempo iba a estar allí.
Lo odiaba y amaba como no podré hacer con nadie. Odiaba esa indiferencia que me mostraba y que mostraba a los demás, odiaba su estupidez e idiotez, odiaba su estar y no estar. Y amaba lo mismo que odiaba.
Esos dos sentimientos eran tan poderosos que se contrarrestaban la mitad de las veces, y por ello seguramente muchas de ellas no lo veía cuando en verdad quería verlo.
La semana pasada decidí hacerlo. Creía que era lo mejor para mí y para él. Dispuse todos mis sentidos para cuando apareciese. Lo tenía todo dispuesto para cuando volviese a mi lado.
Anoche, a las cinco de la madrugada, llamó a mi casa.
Me abalancé sobre su pecho y le clavé un puñal en el alma.
Fue la única vez que noté un gesto en su cara: me sonrió. Era una sonrisa diferente a cualquiera, una carantoña extraña, fuera de cualquier entendimiento. Nunca podré olvidar ese gesto.
Anoche creía haber matado a Roberto. Pero ahora, al mismo tiempo que escribo esto, lo he vuelto a ver.
Él está aquí, entre estas mismas palabras, él no puede morir y no morirá jamás.
Porque Roberto soy YO.
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